La ruta del viaje por Italia de Goethe. Dominio público.

Este texto dedicado al libro Viaje a Italia de Johann Wolfgang von Goethe forma parte del proyecto bilingüe „En torno a la La gran cacería” , que realicé como residente de la Real Academia de España en Roma (2023-2024). Goethe acompañó a Juan Mayorga mientras escribía la obra teatral La gran cacería que es el núcleo de mi proyecto, por lo que me pareció buena idea recordar los puntos más importantes del viaje del escritor alemán, que estuvo lleno de emociones y delicias.

El viaje a Italia de Johann Wolfgang von Goethe, inmortalizado en el libro bajo el mismo título, fue un viaje de autoconocimiento. El escritor, nacido en Fráncfort del Meno en 1749, emprendió «este maravilloso viaje» porque quería «conocerse mediante los objetos», como anotó en Verona (pág. 50, t. I).

Una gran aventura comenzó en septiembre de 1786. Goethe tenía treinta y siete años y estaba dispuesto a cumplir su ardiente deseo de visitar la tierra clásica. Consideraba esta experiencia como un elemento indispensable de la identidad del artista. Creía que Roma era la capital del mundo. Esperaba con impaciencia el momento en que su amado idioma italiano se convirtiera en el habla cotidiana. «Quiero ocuparme en los grandes objetos, instruirme y formarme antes de cumplir los cuarenta años» (pág. 175, t. I), escribió en noviembre de 1786. Intentaba sumergirse profundamente en los fenómenos de este mundo. «Quería investigar la verdad; penetrar, mediante su percepción sutilísima, en los secretos de la Naturaleza; empezar conociendo hechos, comprobando observaciones y deduciendo leyes: no admitir nada falso, nada arbitrario. Abrir los ojos y el alma, libre de prejuicios, á las impresiones de lo bello […]» (págs. V-VI, t. I), como se puede leer en el prefacio de la edición española de Viaje a Italia.

La autora del prefacio y traductora, Fanny G. Garrido, destaca también que en la segunda mitad del siglo XVIII el viaje similar suponía un desafío logístico y estaba asociado a muchos inconvenientes: «En aquella epoca no eran sólo religiosas las peregrinaciones a Roma. Toda personalidad artística de valor ansiaba semejante viaje, y el que lo realizaba, atendida la escasez de comodidades, bien se podría llamar peregrino, y aun penitente», (pág. VI, t. I).

El cuadro de Joseph Karl Stieler (1828) represtenta a Goethe a la edad de 79 años. Dominio público.

Para Goethe no existían las molestias de viaje. Dividía su tiempo entre el estudio y el placer. Disfrutaba de la oportunidad de hacer innumerables observaciones: abrazando con la mirada los picos rocosos y el curso de los ríos (¡incluso sentía curiosidad por su color, temperatura y olor!), observando el terreno y cada tipo de planta, animal y ser humano que encontró. Penetraba los jardines y los viñedos. Probaba higos, melocotones y uvas melosos; soñaba con recoger frutos de un naranjo.

En cada lugar que visitó, prestaba atención a la arquitectura urbana: edificios y calles. Observaba esculturas, ruinas históricas y pinturas. Le interesaba la forma en que se realizaban las obras de arte, su estado de conservación y las proporciones de las figuras. No se sentía un experto en el campo de la arquitectura o las bellas artes, pero cada día crecieron sus conocimientos.

Quedó fascinado por el anfiteatro de Verona, el primer monumento de la antigüedad que tuvo la oportunidad de ver. Luego, el 16 de septiembre de 1786, anotó algunas reflexiones sobre la relación entre el edificio y sus usuarios. Opinaba que el anfiteatro debería verse cuando estaba lleno de gente, porque el pueblo constituía su ornamento natural. Captó la esencia de la comunidad que experimentaba el público: «Al verse así reunidos, debían admirarse de sí mismos; pues acostumbrados únicamente á correr unos detrás de otros, á encontrarse mezclados en una barahunda sin orden ni sistema, el animal de cien cabezas y de mil ideas, vacilante y vagabundo de una parte á otra, hállase formando un cuerpo noble, una imponente unidad, reunido en una masa compacta, como una sola figura animada de una sola alma» (págs. 44-45, t. I).

Fue feliz cuando llegó a la bella Venecia, que el 28 de septiembre de 1786 dejó de ser para él un «nombre hueco» (pág. 57, t. I), lo que vale la pena subrayar porque se consideraba enemigo de las palabras vacías. Le llamó la atención cómo los habitantes se adaptaron a las difíciles condiciones de la ciudad isleña: «Hacía les el agua veces de calles, plazas y paseos. Tuvo que ser el veneciano especie de criatura aparte; como Venecia era sólo á ella misma comparable» (págs. 82-83, t. I).

Allí vio el mar por primera vez tras subir al campanario de la basílica de San Marcos. «¡Qué gran espectáculo es la mar!» (pág. 113, t. I), escribió encantado. Contemplaba las aguas del mar al amanecer y al atardecer, durante las mareas altas y bajas. En la playa de Lido recogía conchas, estudiaba los rasgos individuales de las plantas y observaba a los cangrejos cazando las lapas. Le gustaba ir al mercado de pescado y mirar la variedad de mariscos. Se entregaba a una existencia despreocupada como «fugitivo del Norte» (pág. 75, t. I) y admiraba Venecia, una ciudad tan diferente del clima alemán, rebosante de sonrisas, conversaciones y ruido. Una ciudad donde los artistas solían ver el mundo con colores brillantes y alegres, literal y metafóricamente.

Una manifestación de este elevado sentido de la vida fue también el teatro. Una noche veneciana, el escritor asistió a una representación de la commedia dell’arte, es decir, un espectáculo folclórico improvisado con figuras típicas enmascaradas. Se lo pasó genial, encantado con la bravura, el juego hábil y natural de los actores. También dejó comentarios interesantes sobre el público y el teatro de la vida cotidiana: «Aquí, la base donde todo se apoya es el pueblo. Los espectadores hacen su papel: el pueblo y el espectáculo se idenifican. Durante el día, en las plazas, orilla del agua, dentro de las góndolas, y en el palacio ducal. El mercader, el comprador, el mendigo, los barqueros, las vecinas, el abogado y su contrario, todos viven, se tropiezan, y sin violentar su propia manera de ser, hablan y juran, gritan y ruegan, cantan, juegan, maldicen y alborotan. Después, van, por la noche, al teatro á ver y oir su propia vida, al día, artísticamente presentada, indumentada con primor, entretejida de cuentos, desviándose de la realidad con la careta y acercándose á ella en las costumbres. Esto les divierte como si fueran niños: chillan, aplauden y meten ruido. Desde la mañana á la noche, ó mejor desde media noche á media noche, es siempre lo mismo» (págs. 96-97, t. I). Un poco después, nuestro viajero vio en el Teatro San Luca la obra de Carlo Goldoni Le baruffe chiozzotte que también le gustó mucho: «¡Ahora sí puedo decir que he visto una comedia!» (pág. 118, t. I).

Cuando el 1 de noviembre de 1786 Roma apareció finalmente ante los ojos del gran humanista, sintió alegría en su corazón y abrió su alma: «Los últimos años llegó á ser una especie de enfermedad que sólo curarían vista y presencia. Ya me atrevo á confesarlo; llegué á no poder mirar ningún libro latino, ninguna estampa de país italiano. La curiosidad de ver esta tierra pasaba de madura. Ahora, satisfecha, mis amigos y mi patria volverán á ser amados á fondo, y el retorno deseable. Sí, tanto más deseable, cuanto siento de cierto que no poseo tantos tesoros como traigo para mi uso privado, sino que servirán de guía y adelantamiento mío y de los demás, durante toda la vida» (págs. 161-162, t. I). Escribió sobre los habitantes de la Ciudad Eterna que estaban dotados de una gran sensualidad, pero al mismo tiempo su temperamento era muy diferente al de los extranjeros y acercarse a ellos requería cierto esfuerzo.

Tischbein, Goethe mirando la Via del Corso (1787). Dominio público.

En Roma la actividad primordial de Goethe era mirar y admirar. La enormidad de esta ciudad le produjo un efecto tranquilizador: «En otras partes es menester buscar lo genuino, lo significativo; aquí nos oprime, nos anega. Andando ó estando quieto, se tienen siempre delante paisajes de todos géneros: palacios y ruinas, jardines y desiertos, lontananzas y angosturas, casitas y establos, arcos de triunfo y columnatas, todo junto y tan próximo, que se podría diseñar en una hoja de papel» (págs. 469-470, t. I). En la capital del mundo el artista alemán contemplaba con pulso y calma los monumentos más importantes. Apreciaba la pintura: los colores y la textura de los cuadros, la distribución de luces y sombras, la composición de las figuras. Se familiarizó con la escultura antigua, que fue para él fuente de aprendizaje y placer. Creía que las obras sublimes elevaban el espíritu. Estudiaba la perspectiva y la figura humana. Tampoco evitaba el entrenamiento práctico. Aunque se dio cuenta de que era demasiado tarde para una inmersión en las artes plásticas y que la literatura era su vocación verdadera, deseaba cultivar el gusto por las bellas artes. Apreciaba cada detalle con un sofisticado conocimiento. Coleccionaba objetos valiosos y también logró crear un círculo de amigos cercanos.

De la capital italiana el gran escritor se dirigió a Nápoles, donde simplemente disfrutó de la vida. Con razón el antiguo nombre de la región de Campania en la que se encuentra la ciudad –«Campania Felix»– se asociara a una existencia próspera y feliz. Esto fue facilitado, por un lado, por la riqueza de la cultura y la tradición y, por otro, por la tierra fértil y el comercio bien desarrollado. El artista expresó su bienestar de la siguiente manera: «He tratado á Nápoles según su propia manera. No estuve nada laborioso; sin embargo, he visto mucho y me he formado idea de la tierra y del estado de sus habitantes» (pág. 302, t. I). Como curiosidad cabe añadir que subió tres veces al Vesubio e incluso vio el lugar donde brotaba lava del cráter: «Cuando llegamos á lo alto, […] animosos nos metimos en el espantoso vapor que de la montaña, bajo del cráter, salía. Rodeámoslo descendiendo algo, y al fin, el cielo despejado, vi salir la lava de la tremenda nube de vapor. Ya se puede oir hablar mil veces de una cosa; sólo viéndola se nos revela su carácter» (pág. 292, t. I).

Tischbein, Goethe en Campania (1787). Dominio público. En el diario de viaje de Goethe, en la nota de 29 de diciembre de 1786, se puede encontrar el fragmento adecuado: «Ya había reparado en las frecuentes y atentas miradas de Tischbein, y ahora resulta que pensaba pintar mi retrato. El boceto está terminado y tiene preparado el lienzo. Yo estaré representado de cuerpo entero, en traje de viajero, envuelto en una capa blanca, al aire libre, sentado en un obelisco caido, contemplando las ruinas de la campiña de Roma, que se perderán en el fondo. Será un cuadro bonito, pero demasiado grande para nuestras viviendas del Norte. Podré volver á arrastrarme por allí, mas el retrato no encontrará sitio» (pág. 200, t. I).

Luego, acompañado de una bandada de delfines y de una tempestad, el barco que transportaba a Goethe atracó en el puerto de Palermo. «No hay palabras que puedan expresar la claridad vaporosa que flotaba sobre la costa la hermosísima tarde que llegamos á Palermo. La pureza de los contornos, la suavidad del conjunto, la degradación de los tonos, la armonía del cielo, mar y tierra. Quien lo ha visto, no lo olvida en toda su vida», anotó (pág. 314, t. I). El gran escritor miraba atentamente la ciudad, admirando la arquitectura y disfrutando de la paz de los jardines públicos. Un día fue a la cercana Monreale para visitar el Monasterio de San Martín, donde vio hermosas colecciones, tanto obras de la antigüedad como objetos de la historia natural. En general, concluyó que Sicilia carecía del espíritu del arte –presente en Roma– que marcaba pautas, y que la existencia y la forma de una obra de arte estaban más bien determinadas por el azar. No por primera vez durante su viaje por Italia, también notó que la ciudad estaba sucia y a los habitantes realmente no les importaba, trataban este problema con humor.

Cuando llegó el momento de reflexión, Goethe advirtió el gran cambio que se había producido. Llegó a conocerse mejor a sí mismo, enriqueció enormemente sus conocimientos sobre arte y desarrolló su energía creativa. A pesar del profundo cariño que sentía por Italia, decidió marcharse. Terminó su segunda estancia en Roma en abril de 1788. Antes dio un último paseo hasta el Capitolio, se acercó al Coliseo y le volvieron a la cabeza las estrofas de Ovidio, quien también abandonó Roma y recordó con añoranza la Ciudad Eterna.

Como curiosidad vale la pena añadir que Johann Wolfgang von Goethe realizó su viaje de forma anónima. O mejor dicho, bajo un nombre falso: Philipp Möller. No quería que cada nueva persona que conocía lo juzgara a través del prisma de su fama literaria, que le llegó gracias a su novela epistolar Las penas del joven Werther (1774). Deseaba evitar hablar constantemente de sí mismo y de su trabajo, eso le hacía sentirse profundamente incómodo. La artimaña tuvo éxito y también aportó beneficios adicionales. En una entrada del 8 de noviembre de 1786 leemos: «Mi extraordinario y quizá caprichoso medio-incógnito tráeme ventajas en las que no había pensado. Creyéndose todo el mundo obligado á ignorar quién soy, nadie se atreve á hablar conmigo de mí mismo, y no les queda otro recurso sino hablar de ellos ó de las cosas que les interesan, y así me entero de las circunstancias de cuanto les ocupa y del origen y causa de lo más notable» (pág. 173, t. I).

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Todas las citas provienen de la edición: Juan Wolfgang Goethe, Viaje a Italia, traducido directamente del alemán por Fanny G. Garrido do Rodríguez Mourelo, Madrid 1891.

La ruta del viaje por Italia de Goethe proviene del dominio público.