Pablo Messiez en Misericordia, Centro Dramático Nacional, 2024. Foto de: Geraldine Leloutre

Pablo Messiez nació en Argentina (1974), pero reside en Madrid desde hace quince años. Nos encontramos a finales de abril del 2024 en su apartamento de Lavapiés; es un distrito teatral y un mosaico de culturas. Justo al lado se encuentra el Teatro Valle-Inclán, uno de los escenarios del Centro Dramático Nacional, donde tuvo lugar el estreno de su última obra Los gestos. También hablaremos de La voluntad de creer, ganadora de una importante distinción nacional: el Premio Max 2023 al mejor espectáculo de teatro.

KAMILA ŁAPICKA: A los 12 años te anotaste en un taller de actuación después de leer en un artículo que quedar en un recuerdo de los otros era la única manera de vencer a la muerte. ¿Qué le dirías a este chaval hoy?

PABLO MESSIEZ: Le diría que esté tranquilo, que va a estar todo bien. Era mucho más triste que yo, ese chaval.

¿Sigues trabajando como actor?

Hacía bastante que no trabajaba, pero este año estuve trabajando en un montaje Misericordia de Denise Despeyroux en el Centro Dramático Nacional. Cuando me lo ofreció, me puse muy contento, porque sí que me gusta de vez en cuando volver a estar en la situación de poner el cuerpo, para recordar lo que es. La verdad es que fue muy interesante y flipante. O sea, me quedé agotado, pero contento. No digo que sea la condición indispensable, pero creo que literalmente ponerse en el lugar del otro es importante en el sentido del cuidado y del funcionamiento del equipo. Me parece que enriquece mucho a la hora de dirección.

Misericordia, Centro Dramático Nacional, 2024. Pablo Messiez. Foto de: Geraldine Leloutre

¿Tienes otros planes para actuar?

No. En realidad ahora sé que me da muchísimo más placer dirigir que actuar. Pero actuar es una experiencia que no quiero dejar. Lo que pasa es que actuar y dirigirme no me interesa como opción, aunque no descarto que lo haga alguna vez. Pero lo que prefiero es ponerme al servicio de otra mirada.

En una entrevista de 1995 Heiner Müller dijo que la única manera de encontrar una respuesta a la pregunta: ¿para qué sirve el teatro?, sería cerrar todos los teatros del mundo durante un año. ¿Qué respuesta darías hoy?

Me encanta esa cita, y más aún después de la pandemia, porque creo que lo que pasó fue volver a entender algo de la naturaleza específica del teatro y poner en valor que encuentra su más alto sentido cuando lo que pasa ahí, como diría Grotowski, puede pasar ahí, y no en la tele o en el otro medio que sea. Lo específicamente teatral. En este sentido creo que sirve para entrenar el rito de encontrarse. Antes de la pandemia me contestaba que el material principal del teatro era el presente, por lo tanto el tiempo. Con la pandemia, al ver obras que sucedían en el mismo tiempo, pero no compartíamos el espacio, para mi fue revelador. ¡Es el espacio, no es el tiempo! O es el tiempo en tanto que el espacio, por lo tanto el tiempo espacializado, el tiempo compartido.

El tiempo espacializado, que bonito el concepto.

Claro, es la duración. Ahora estoy con Peter Handke, el Poema a la duración que me encanta. Para mi ahora una clave de lo escénico la encuentro más en pensar en los términos espaciales o de duración que de tiempo. Entendiendo que el espacio existe en el tiempo, que no hay espacio sin tiempo. Al final creo que lo que más me interesa es ver realmente que aquella obra que nos ocupe se haga cargo y le rinda culto afectuosamente al medio elegido para expresarse. Lo que pasaba con el teatro filmado es que en realidad el medio ya no era el teatro, porque no estaba el espacio. La cosa no funcionaba.

¿Tus textos son obras literarias o guiones teatrales?

En realidad yo los textos de las obras los pienso como un testimonio de lo que fue dicho ahí, más que como una obra en sí. Tardé bastante en publicar. El primer volumen se llamó Las palabras de las obras, como una declaración de que estas no eran las obras, sino las palabras. Ahora vamos a publicar una edición argentina de mis obras y el título de la compilación es Obras rotas, porque sentía que extirpar la palabra y dejarla aparte como objetivada tampoco era la obra. Yo me siento sobre todo director.

Pablo Messiez durante los ensayos de Los gestos, Centro Dramático Nacional, 2023. Foto de: Luz Soria

Al final de Los gestos el personaje que es actriz ofrece un monólogo sarcástico, escrito en castellano rioplatense, confrontando el teatro europeo de alto presupuesto y el teatro pobre argentino y, en consecuencia, las motivaciones de los artistas. ¿Tu visión de la realidad del teatro en Europa y América Latina es similar?

Me voy pronto a Buenos Aires, pero hace dos años que no voy. Cada vez que voy, procuro ver el teatro. Al inicio de mi estancia en Madrid notaba una especie de aletargamiento que era fruto de una lógica ajena a lo artístico que, sin embargo, era el motor de la creación: se trataba de subvenciones. Para tener las subvenciones había que hacer dos obras por año, lo que generaba una obra aletargada. Eso en Buenos Aires nunca pasó, ni pasará, porque nunca hay dinero para la obra. Entonces, lo que mueve la obra es el deseo de hacerla. Pero luego también me pasa que veo en Buenos Aires a veces un empobrecimiento o un descuido en la mirada en relación a la obra más allá del rol del actor. Hay una especie de actorcentrismo, que genera por un lado unas actuaciones muy sofisticadas y un teatro de actor y de actriz muy poderoso, y por otro lado hace que todos los otros lenguajes tengan la potencia bastante mermada.

¿Cuál es la situación en Madrid ahora?

Se ha precarizado un montón. Ya no existe aquel problema de las subvenciones, porque hay menos dinero. El poder trabajar con más medios y en las mejores condiciones te permite también imaginar otras cosas. Pero cualquiera sea la circunstancia, lo fundamental es conocer los medios de producción. No existe una idea fuera de lo material. Tiene que haber una claridad acerca de los medios, porque después es muy triste ver ideas que son ecos de lo que pudo haber sido.

¿Qué conexión ves entre el espectáculo y el lugar de su nacimiento?

Lo que me gusta en el teatro es precisamente su denominación de origen. O sea, cuanto más rasgo singular tiene, más me encanta. Por eso el teatro europeo, como idea, no me interesa mucho. Cuando veo esas obras europeas, sobre temas europeos, con escenografías europeas, me mato. No me interesa nada. En cambio, si veo una obra alemana o una obra polaca, sí que me interesa, y un montón. Pero también pasa mucho que se estandarizan estéticas. Eso también está dado por los festivales, que con su mirada van legitimando determinados nombres y con ellos determinados modos de hacer.

Se constituye una perspectiva cuasi universal…

Sí, de lo que es teatro contemporáneo, de los temas que importan, de las estéticas que tienen sentido, y también de lo que es clásico, lo que es renovador etc. Se estandariza para poder vender, agrupar y generar públicos. Y eso va totalmente en contra de la singularidad.

¿Qué significa la fe para ti?

Para mí tiene que ver con algo que está todo el rato en todas las obras que hago, que es la necesidad de entendernos. El poder de estar de acuerdo en algo. Significa un acuerdo. Es como un antídoto para la soledad. Como dice el personaje de Felicidad: „Una está más sola sin fe, ¿no crees?”. Ella lo dice hablando de la fe cristiana, pero yo creo que también uno está con otros en tanto puede creer cosas similares. Creer que tal cosa está buena, creer que hacer tal actividad tiene sentido… Son las pequeñas fes que nos van reuniendo.

Durante la función de La voluntad de creer, de donde proviene la cita mencionada, los actores hacen al público varias preguntas, entre ellas: „¿hay algún creyente en la sala?”. El día de mi espectáculo las cinco personas levantaron la mano. Yo también lo hice y eso me conmovió de verdad.

Ay, que bueno. Yo siempre que puedo voy, y a veces levanto, y a veces no, depende del día. Hay días en los que no puedo hacerme cargo de eso. Es un momento que me gusta mucho, porque en general la mayoría de la gente que están en la sala no levanta la mano, y sospecho que más de un creyente no la levanta porque no se atreve o no le apetece hacer pública su condición creyente. Y eso también me parece interesante como conflicto para llevarse a casa.

¿Cómo ves el rol del público?

En el teatro si no hay público, eso no empieza. La película va a estar ahí, la veas o no la veas, no te necesita, pero el teatro sí te necesita. Esa necesidad del público está totalmente dada por sentado. Yo quería con esta función, que se estrenó después de la pandemia –que la pandemia nos enfermó de pasividad en nuestra relación con las ficciones– poner muchas alertas sobre esto. Por eso de entrada ya hay una interpelación al público. Me preocupaba también que esa interpelación no fuera violenta…

No, me parece muy suave. El espectador se siente importante, pero no se ve forzado a hacer nada.

Para llegar ahí probamos mil cosas. Por ejemplo, antes preguntábamos la edad y veíamos que la edad a mucha gente le ponía muy incómoda decirla. Entonces retiramos esa pregunta. La idea era hacer saber a los espectadores que realmente nos importa que su presencia sea activa, dejando en claro que nadie los va a obligar a hacer nada. Estoy de acuerdo con lo que leí en El espectador emancipado de Rancière, que sacar de la pasividad el público a la fuerza genera otro tipo de sometimiento. Es decir, otro modo de pasividad.

Los ensayos de La voluntad de creer estaban abiertos para los espectadores desde el primer día. ¿Cuánta gente venía a los ensayos? ¿Cuál era su función? 

Dependiendo de la sala (ya que ensayamos en distintos espacios) contábamos con un público de entre treinta y cien personas. Su función era la función que siempre tiene el público, dar sentido con su mirada a aquello que está pasando. En algunos de los ensayos, hacíamos encuentros con el público al terminar para conversar y compartir inquietudes.

¿Fue una buena experiencia? ¿La repetirías?

Sí, la quiero repetir. Me interesa que la mirada del público sea parte del trabajo. Para toda la compañía fue muy interesante y también agotador, porque el nivel de exposición generaba en el elenco un nivel de adrenalina mucho mayor.

¿Qué quieres decir con eso?

La presencia del público para probar los textos genera en el cuerpo del actor o de la actriz un estado que no se parece de nada al de los ensayos. Esto para mí es muy bueno en términos de calidad escénica y además borra por completo la idea del estreno como lugar al que llegar. Porque ya no está este vértigo: ahora mostramos. Es como que no deja de ser nunca un proceso. No llega nunca a instalarse como producto. Si yo tuviera un espacio propio, lo haría siempre así. Empezaría el día uno, tendría dos horas de ensayo a solas y tres horas con público, o tres y tres. Creo que esto nos ayudaría a mover la lógica del espectador pasivo, porque estaría siempre ahí completando, sabiéndose parte del proceso.

El punto de partida de La voluntad de creer fue la película Ordet de Carl Dreyer, ¿de dónde vino tal inspiración?

Últimamente para hacer una obra siempre parto de una cuestión o de un procedimiento. Aquí me interesaba trabajar sobre el verosímil. Hasta donde se puede tensar un verosímil. Como no soy autor de escritorio, siempre elijo un material que me ayude como guía. Apareció Ordet porque me acordé que como espectador, cuando la vi en la tele con dieciocho años, siendo ateo radical –como corresponde a un chico de dieciocho años–, seguía toda la ficción que respiraba la película, hasta la escena final, deseando la resurrección y llorando como una Magdalena. Quedé totalmente cautivado por la ficción de la película. Entonces pensé: este es el material con el que hay que dialogar. Porque es un material que para mí tiene un nivel de la tensión del verosímil extremo; no solo por lo que cuenta la ficción, sino por su estética. La dirección de actores no tiene nada de realista, todo es súper artificial, aparentemente frio y sin embargo conmueve.

¿En qué consistía ese diálogo con la producción cinematográfica?

La idea con la que yo reuní el equipo fue: partir de aquello en lo que todos podemos estar de acuerdo, en lo que creemos todos, por ejemplo que yo estoy aquí, tú estás ahí y aquí hay un suelo, e ir metiendo de a poco la ficción. Y que eso pasara en el vestuario, en la luz y en la escenografía a la vez. Que se vaya armando la ficción a la que llegamos, y que la ficción a la que llegamos era la última escena de la película de Dreyer. Por lo tanto, era un viaje del color al blanco y negro, del movimiento al estatismo etc. Cuando empezamos a ensayar la escena, la hacíamos tal cual en la película, y aquello era aburridísimo. Nos quedaba mal, no funcionaba. Era solemne, pero esa solemnidad era forzada. No había necesidad de solemnidad. Entonces, un día en el ensayo les dije a los actores: vamos a soltar esto, vamos a hacer lo que harían, si les pasase esto. Qué actuarían ustedes, si estuvieran en el velatorio y de repente alguien resucitase. Y ahí apareció Berlanga, la comedia, lo grotesco, casi el esperpento. Estéticas que sí que están en la sangre y en la historia propia de los actores que estaban encarnando esto.

La voluntad de creer, Teatro Español, 2022. Foto de: Jesús Guerra

Ganar el Premio Max 2023 al mejor espectáculo por La voluntad de creer marcó un antes y un después en tu carrera teatral?

Ma pasó algo parecido cuando dirigí La piedra oscura de Alberto Conejero: también tuvo muchísima repercusión y también me dieron el Max [2016]. Ahora fue como volver un poco a ese momento, pero con obra propia, lo que me daba más orgullo. Pero así como me pasó con La piedra oscura, también me pasó con La voluntad de creer: que después necesitaba sacudirme eso. Por eso están Los gestos, y por eso después de La piedra oscura hice La distancia.

¿De qué trataba La distancia?

Era una obra oscura, muy críptica y a mi gusto maravillosa, que no vio nadie.

Yo tampoco.

Se hizo muy poquito. Era una versión de Distancia de rescate, una novela buenísima de Samanta Schweblin. La novela alude, aunque no de manera explícita, a los efectos catastróficos del uso irresponsable del glifosato en sembrados cercanos a poblaciones habitadas de Argentina. Es casi un thriller político. Disfruté mucho haciéndolo. Cuando hicimos La piedra oscura, que fue el éxito, las productoras querían repetir la fórmula literalmente y que hiciera otra obra de Conejero. Pero ni a Alberto ni a mi nos interesaba pensarnos como fórmula. Y mucho menos, repetida.

La piedra oscura, Centro Dramático Nacional, 2015. Foto de: marcosGpunto

¿Y cómo te influyó el éxito de La voluntad de creer?

La verdad es que me sorprendió muchísimo, no me lo esperaba para nada. El proceso de creación de este espectáculo fue bastante difícil. Además del público en los ensayos, también hubo momentos complicados en la vida de la gente del equipo. Cuando llegó el estreno, de repente resultó que habíamos tocado algo en un lugar justo y en el momento justo. Para la siguiente quise abrir la puerta en otra dirección. Bueno, con cada obra quiero eso, pero si encima la anterior tiene muchísimo éxito, hay más necesidades de no cumplir con las expectativas.

Debemos aclarar que La voluntad de creer se estrenó en 2022 y reapareció en la cartelera del Teatro Español en 2024. Eso ocurre raramente, porque en el sistema teatral español las obras desaparecen a las pocas semanas del estreno.

Sí, es tremendo. Pero el montaje que vos viste no es exactamente el mismo que el anterior. Siempre voy quitando textos, agregando, ocurren cosas nuevas, el espacio da cosas nuevas.

¿Por ejemplo?

En el elenco original había dos personas que hablaban euskera, entonces había una escena en euskera, que ahora no está, porque se fueron; está en castellano, pero queda una referencia al padre vasco.

¿Cuánto tiempo suelen durar los procesos de ensayos en Madrid?

Son muy cortos. Lo oficial que se paga son cuarenta y cinco días con sus descansos, son como treinta y siete ensayos de seis horas. Pero procuro tener por lo menos tres semanas de trabajo previas a estos ensayos, a lo largo de un año o dos, antes de entrar en los ensayos propiamente dichos.

En Polonia los ensayos suelen durar dos o tres meses y ocho horas al día.

Ocho horas me parece un montón. No sé si lo resistiría, tanta intensidad, porque también necesito tiempo libre para pensar. Pero tres meses sí podría perfectamente y me encantaría. Pienso que lo ideal para ensayar sería poder ensayar una semana, parar una semana, ensayar otra semana, parar… Igual, es mi momento favorito de la vida. Grotowski dice… No lo leí en Grotowski, pero André Gregory en un libro que son charlas de Anne Bogart con gente y habla con él, dice que según Grotowski el tiempo de ensayo ideal son dos días o dos años. Eso me encanta, porque es verdad. En dos días se puede crear algo maravilloso y en dos años también. En el medio, bueno, depende…

Los ensayos de Misericordia, Centro Dramático Nacional, 2024. Foto de: Geraldine Leloutre

Ya que has tocado el tema, ¿qué significa para ti el teatro polaco?

Lo primero: Grotowski. Llegué a Grotowski a través de Brook. En realidad te diría: Grotowski como teoría y Lupa como práctica. También Kantor. En Buenos Aires, aunque yo no lo vi, tuvo un impacto enorme en toda la comunidad teatral la visita de Kantor. En general, cuando pienso en teatro polaco, pienso en actuaciones, en un trabajo con la emoción que me interesa muchísimo, porque es de gran intensidad, pero sin cursilerías. Una emoción sobria. Un cuerpo atravesado por la emoción que fuera, pero sin dejarse ir en desvío.

Tadeusz Kantor, Radio Cracovia. Foto de dominio público.

¿Hay en Argentina figuras similares a Kantor o Grotowski?

Ricardo Bartís, que sigue en activo. Desde que estrenó Postales argentinas a finales de los años ochenta, Bartís fue una de las figuras cuyo teatro más viajaba por los festivales de primera línea. Fundó una escuela que tuvo muchísimo impacto en la escena argentina. Era un tipo de actuación muy crispada, un poco polaca, y una dramaturgia del actor. Él odia a los dramaturgos, odia las instituciones, odia todo lo que no tiene que ver con su búsqueda y no se desvía de ella. Nunca transó. Me formé con él como actor, durante un año y medio, y siento fuertemente su impronta.

Luego Cristina Banegas, que es sobre todo una actriz increíble, pero también da clases. En la época en la que yo estudiaba, en los noventa, su escuela era para adolescentes. Sucedió que estaba estudiando con mi amigo de entonces en un lugar donde nos daban ejercicios de Lee Strasberg. Nos aburríamos un montón y fuimos a ver Postales argentinas. Entonces quisimos tomar clases con Bartís. Pero teníamos diecisiete años. Nos reunimos con él, pero nos dijo que éramos muy chicos y que debíamos pasar un año con Banegas y luego volver con él. Y eso hicimos.

Finalmente mi maestro fue también Juan Carlos Gené, pero él pertenece a la tradición latinoamericana. Gené fue maestro cuyas herramientas, sobre todo para actuar, todavía tengo. Tanto. El impacto de Bartís fue de un orden poético.

Juan Mayorga suele decir que «las cuatro fuerzas del teatro al que aspira son la acción, la emoción, la poesía y el pensamiento». ¿Cuáles son las tuyas?

Interesante… Te diría que el espacio, la mirada y el cuerpo. Y la transformación de todo eso como naturaleza de lo escénico.

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La versión polaca de esta entrevista fue publicada en la revista „Didaskalia” 184/2024, donde también se puede encontrar la crítica de La voluntad de creer y Los gestos. La crítica en español está aquí