Fragmentos de biografía mezclados con ficción: esta es la fórmula más sencilla de definir el teatro de Pablo Messiez, un argentino afincado en Madrid.
Sus producciones a menudo están relacionadas con su tierra natal, a través del idioma, el carácter de los personajes, la música popular o un sentido del humor autoirónico. Si se inspira en una novela, película o la estética de otros creadores, procura no copiar lo que le gusta. Basándose en un patrón que a otros les había funcionado, crea un patrón nuevo. Actuando de esta manera no sólo se expresa a sí mismo, los elementos de ese patrón también incluyen las biografías de los miembros del elenco, sus vivencias, sus cuerpos, lenguaje y acento, así como sus tradiciones teatrales. Aunque para él escribir y dirigir son tareas inseparables, Messiez piensa más como un director: escribe textos para situaciones particulares que imagina en el escenario.
Sus dos últimas obras son el resultado de residencias creativas. La voluntad de creer fue escrita en 2022 durante una estancia en el centro de experimentación teatral Sala Beckett de Barcelona. Sin embargo, el texto fue representado en la Sala Fernando Arrabal, perteneciente al Teatro Español hasta hacía poco. Se trata se un gran espacio con capacidad para seiscientos espectadores. La Sala Fernando Arrabal está situada en el Centro Matadero, un antiguo matadero transformado en un laboratorio creativo. Cuando fui allí en abril del 2024, todas las entradas estaban agotadas. Mientras tanto, La voluntad de creer ganó el Premio Max al mejor espectáculo de la temporada. Los Premios Max de la Artes Escénicas –cuyo nombre proviene del nombre del poeta Máximo Estrella, el protagonista de Luces de bohemia de Ramón María del Valle-Inclán– nacieron en 1998 de la mano de la Sociedad General de Autores y Editores y son los galardones más importantes del teatro español. Se puede suponer que esta fue una de las razones por las que se reestrenó La voluntad de creer, lo que generalmente ocurre raras veces en España.
El estreno de la siguiente obra de Messiez, Los gestos, tuvo lugar a finales de 2023 en el Teatro Valle-Inclán que forma parte del Centro Dramático Nacional de Madrid. Aparecieron en la escena las fotografías de paisaje de la capital italiana, donde fue creado el texto. Pablo Messiez fue un becario de la Real Academia de España en Roma y escribió Los gestos en un edificio histórico de la segunda mitad del siglo XIX, situado en una colina del barrio de Trastevere, donde por las mañanas se puede ver una hermosa luz amarilla. Lo menciono porque por un giro del destino, mientras miraba la función yo también fuera becaria de la misma Academia y fue bastante importante para mí que Messiez recreara en el escenario su ambiente laboral: un encuentro con el simpático portero Pino, que acoge a todos los novicios; el horizonte de la ciudad visible cuando bajas la colina para ir de compras; obras de arte que llenan museos a poca distancia.
Joanna d’Arc i Carl Dreyer acompañaron el nacimiento de La voluntad de creer. Durante el juicio se le preguntó a la heroína nacional francesa que recibió un mensaje de San Miguel, cómo sabía que era su voz la que había escuchado. Ella respondió: „Porque tenía voz de ángel”. Cuando se le preguntó nuevamente cómo lo sabía, respondió: „Porque tuve la voluntad de creerlo”. Esa declaración se convirtió en la obsesión de Pablo Messiez y en la piedra angular del espectáculo. Su base fue una adaptación cinematográfica de la obra teatral de Kaj Munk titulada Ordet (La palabra), dirigida por el cineasta danés Carl Theodor Dreyer en 1955. Un drama íntimo y realista con un final maravilloso muestra dos conceptos de la fe: el cristianismo como una alegre alabanza de la vida (la familia Borgen) y el cristianismo como un lúgubre tormento (la familia de Peter el Sastre).
Pablo Messiez conservó en el escenario la atmósfera íntima de la obra, la intensidad de los sentimientos y los dilemas internos de los personajes, pero cambió los detalles de la trama. La acción de su espectaculo no se desarrolla en la Dinamarca de mediados de los años veinte, sino cien años más tarde en España. En concreto, en el País Vasco. Aquí se encuentra la casa familiar de los cuatro hermanos, que recuerda a la granja Borgen. Principalmente gracias a Juan, el menor de los hermanos, que se considera Jesús de Nazaret. El equivalente cinematográfico de este personaje es Johannes, un ex estudiante de teología que está confundido por la ciencia. Como encarnación moderna de Cristo, profetiza y realiza milagros. Es él quien pide a Dios en su oración la palabra que devuelve la vida a los muertos. La oración es eficaz: la cuñada de Johannes, Inger, que murió durante el parto, se levanta del ataúd, porque había una persona que creía en el poder de la fe. Es una niña, la hija de Inger. En la obra de Messiez, la voluntad de creer se atribuye a la poeta, hermana de Juan llamada Paz. Claudia, la prometida de otra de las hermanas, Amparo, se levanta del catafalco. Ambas mujeres llegaron a la casa familiar de Amparo desde Argentina, tierra natal de Claudia, para que su hijo naciera en Europa. La tercera hermana, Felicidad, que usa silla de ruedas, constantemente hace comentarios sarcásticos sobre las demás. Los nombres significativos de las tres hermanas: Paz, Amparo y Felicidad parecen simbolizar lo que la vida les ha negado.
Utilizando el ejemplo de Juan y su familia, es decir, el supuesto mesías y sus seguidores, Messiez estudia el mecanismo de la fe. Se pregunta por qué la gente está dispuesta a creer en algo, incluso si va más allá de su imaginación y comprensión. El director dijo en una entrevista que quería lograr el mismo efecto que Dreyer, cuya película vio cuando era adolescente y, aunque no era una persona religiosa, desearía la resurrección final. Por eso quiso que el público sintiera una mezcla de ansiedad, esperanza y emoción durante la última escena, a la espera de ver si la actriz argentina, Marina Fantini, se levantara del ataúd.
Los espectadores están incluidos en la dramaturgia de La voluntad de creer. Los actores se dirigen a ellos desde el momento en que toman sus asientos. Abiertamente salen de sus roles y comentan la acción, hablando de qué escenas les gusta interpretar y por qué. Antes de que empiece la función, los actores hacen al público varias preguntas, por ejemplo: ¿hay un médico en la sala? ¿Hay alguien de Argentina? Piden un nombre de la persona que levanta la mano y cada vez repiten todos los nombres y respuestas que han escuchado anteriormente, un poco como en un juego infantil. En el programa de mano Pablo Messiez se refirió a este momento dirigiendo al público las siguientes palabras:
«Estimada espectadora, estimado espectador: ¿estás leyendo esto en la sala Fernando Arrabal de Naves del Español en Matadero, antes de ver La voluntad de creer? Si la respuesta es sí, te pregunto: ¿ya ha empezado la función? Esto que está pasando frente a ti, ¿qué es exactamente? ¿Un prólogo? ¿Y esto que lees? ¿También? ¿Eres de leer prólogos? ¿Estás aquí? ¿Te han preguntado tu nombre? ¿Dirías la verdad, si te lo preguntaran? ¿Has mentido alguna vez tu nombre? ¿Has mentido alguna vez? ¿Estás mintiendo ahora? ¿Se puede mentir sin hablar?»
La pregunta más desconcertante es: ¿hay algún creyente? Cada espectador mira discretamente a su alrededor y toma una decisión. Sorprende que durante la obra los actores, o más bien los personajes, vuelvan a las respuestas y, por ejemplo, cuando surgen complicaciones en el parto de Claudia, se dirigen al médico que está en la sala; más tarde aparece el personaje del Doctor creado por Messiez. También vuelven a preguntar si hay alguien que sea creyente, pero esta vez el público evita responder, lo que los actores comentan recordando el resultado anterior: „¡No podemos perder a estos cinco!”. Las interacciones entre el escenario y la audiencia hacen que los espectadores sientan que la atención se centra en ellos y comprendan mejor la naturaleza ficticia del espectáculo.
La diferencia entre el personaje y el intérprete es borrosa porque los mensajes entregados al público son semiprivados, humorísticos y a menudo se refieren al backstage de la producción (por ejemplo, la actriz se queja de que es imposible interpretar a una mujer muerta en un ataúd de manera creíble). Messiez rechaza el concepto de probabilidad, buscando una conexión emocional con el espectador y, a juzgar por las reacciones del público y las opiniones de los críticos, consigue un muy buen resultado.
La acción de Los gestos se desarrolla en un ambiente teatral, donde varios movimientos se repiten decenas de veces durante los ensayos. ¿En qué medida están relacionados con los estados internos? ¿Son comprensibles para el espectador? ¿Es posible repetir un gesto exactamente igual? Todas esas preguntas se las hacen la actriz Topazia y el director Sergio; la audiencia permanece inactiva esta vez. Topazia tiene la intención de organizar un bar combinado con un teatro en la sala que acaba de heredar. También quiere rendir homenaje a la cantante italiana Mina. A su vez, Sergio quiere rendir homenaje a Pasolini. Esto nos permite asistir a los ensayos de música, danza y actuación.
La trama de la obra parece un sueño. Los personajes abren una puerta inexistente a la realidad escénica, representan su episodio y luego cierran la puerta. Messiez se centra en lo que no es literario en el teatro, lo que tiene sentido en la encarnación, en la presencia. La expresión corporal se entrelaza con diálogos sobre el mundo del teatro. Aunque el lugar de acción es implícitamente Italia, el director también hace referencia a la realidad teatral española y argentina. Se le queda a uno grabado en la memoria el enfrentamiento entre Topazia, interpretada por la actriz argentina Fernanda Orazi, y el joven pianista. El músico, el único personaje plenamente realista, se presenta irónicamente como un profano exigente que se imagina que merece una remuneración por trabajar en el templo del arte. Topazia rápidamente le da una lección de vida, burlándose del teatro europeo, que tiene un gran presupuesto en contraste con el teatro argentino, crónicamente insuficientemente financiado, que tiene principalmente deseo. Ergo: sólo se puede llamar artista a aquel que siente una necesidad irresistible de crear y no se hace ilusiones sobre la rentabilidad del camino elegido.
Ahora me gustaría compartir una experiencia personal que tiene que ver con los ilusiones de otro tipo. Cuando en Los gestos aparece un hombre desnudo con calzoncillos blancos que tuerce su cuerpo tenso, imitando a Ryszard Cieślak, un actor famoso de las obras de Jerzy Grotowski, en el alma de la crítica polaca surge una gozosa satisfacción por haber decodificado correctamente la inspiración del director. Sobre todo porque Messiez no oculta su fascinación por Grotowski. Cuando la crítica revela su descubrimiento al director, él le dice a ella: „Oh, El Príncipe Constante, no lo había pensado, pero es muy fuerte. Y me encanta que pase eso. Ese es el valor de Los gestos. Todo ya ha sido creado y estamos impactados por las cosas que hemos visto, que nos han influido”. Al menos la pista iconográfica era buena. Así como Cieślak imitaba poses conocidas de pinturas de pasión, la inspiración del director fue un cuadro del Museo del Prado: San Sebastián de José de Ribera.
Pablo Messiez se resiste a repetir sus estrategias creativas y ambas propuestas aquí descritas son un buen ejemplo de ello. Esto también significa que sus montajes son un desafío constante para los espectadores. A pesar de la fórmula abierta de La voluntad de creer, los asistentes pudieron reconstruir el desarrollo de los hechos y disfrutar del juego teatral que tuvo lugar ante sus ojos y en parte con su participación. Los gestos les permitían más libertad a la hora de interpretar escenas discontinuas, pero también requerían una mayor competencia cultural, lo que se asociaba con el riesgo de aburrimiento o confusión. Los críticos juzgaron Los gestos más severamente que La voluntad de creer. Apreciando el concepto original en el que el texto no era el elemento principal –algo poco común en el teatro español actual– señalaron posibles dificultades de recepción, calificando el mensaje proveniente del escenario como un poco enigmático. Es decir, incapaz de llegar a la esfera emocional del espectador, a diferencia del caso de La voluntad de creer. Aunque al final Los gestos resultó ser un laberinto cuyos recorridos probablemente sólo los conocía el director, a esta propuesta no se le negó su valor artístico ni su ambición.
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La versión polaca de este texto fue publicada en la revista „Didaskalia” 184/2024, donde también se puede encontrar la entrevista con Pablo Messiez. La entrevista en español está aquí.